Terminé de leer El origen de la tristeza, de Pablo Ramos. Terminé de darme cuenta, recién sobre el final, la desesperación de Ramos de hacer palabras. Para mi fabricar palabras siempre es fabricar modos para recorrer alguna experiencia. En el caso de El origen de la tristeza, la experiencia es la de la infancia, y, el recorrido es primero toda ella y después su salida bella y traumática. Y entonces el mérito de Ramos: todo lo que ese ejercicio conlleva. Cuanto anhelo de repasar ese momento en que la inmediatez descansa, se desencanta. No podría decir cuanto costó cerrar el libro de Ramos. Y trataba, pero en el interin no podía dejar de pensar en ninguna otra cosa que no fuese ese cierre tan interminable. El que no me daba ni tregua para levantar la cabeza; siquiera sospechar como iría a sentirme una vez que saque la vista del libro.
Gabriel, el Gavilán, el que Pablo creo cuando también lo crearon a Pablo, me reclamaba ahí, sobre la última hoja: derrumbado, indefenso, aturdido y desentendido, tan intensamente desentendido de todo lo que pasaba en el Mitre, Ramal José León Suárez. Porque el Gavilán seguía, aun en la última de las hojas, fabricando méritos para que lo atienda, para que lo entienda, para que no me mueva de ahí, del instante en el que transcurre todo el libro. ‘Dale Luis, si te diste cuenta en donde te dejé’, sentí que me decía. ‘No seas boludo y permanecete un rato que aún nadie te dijo que tenes que bajar’.
Un instante. El tren detuvo su marcha definitiva en Retiro, justito cuando concluí que era hora de cerrar el libro. ‘Che, Gavilán, me bajo’, pensé que podría decirle aunque sospechaba que ya lo sabía. Pero era lo que correspondía, porque yo ya había comprendido en que lugar me había dejado Gabriel.
Hice algo rápidamente, antes que se me cierre para siempre el libro de Ramos: necesitaba volver al principio del origen y recordar quien era Rolando, aquel sujeto tan importante para Gabriel, el del bar del uruguayo. Y pensé que Rolando era de esos tipos que pasan por la infancia pero que se quedan un día, porque exceden la misma infancia, aunque pertenezcan a ella y al imaginario que solo le corresponde a ella. Como esos personajes que empiezan a crecer con nosotros por más que no lo sigan estando. Porque siempre le consultamos las cosas mas jodidas de consultar. Quizá porque no están, o quizá por estar tanto.
Caminé suspendido por el ancho del andén que repleto me avisaba que andaba suspendido. Estaba tan desarmado y tan triste que, esas respuestas que se me habían hecho esperar misteriosamente a lo largo del libro, ahora me palmaban todas juntas, ansiosas porque entienda que antes era necesario que sepa esperar. Las respuestas que uno reclama, como siempre, padecen los mismos miedos que uno, por eso no saben como expresarse. Y al final, cuando llegan, muchas veces, como ahora, son un silencioso derrumbe. Un derrumbe privado de testigos. Porque entendí que muchas de las cosas que tienen su fin, inmediatamente se encuentran siendo el poderoso origen de las que ya no aguantaban mas la espera.
En el libro de Ramos la tristeza es esa mierda que un día te dice que la vida se trata de algo distinto e inesperado. Que nada ya puede seguir siendo como las cosas que en cierto momento mas o menos manejamos con cierto control. En el libro de Pablo Ramos, hay un momento en que los días de juego se transforman en tristes cabezas que tienen tristes sensaciones de recuerdos de juego. (El libro de Ramos te sacude para hacerte recordar que los opuestos no son la vida y la muerte. Que opuesto a la vida es no saber como corno vivirla vivo). Y no me refiero a estar conforme. ¿Por qué Coco, el socio de papá se queda con las cosas del taller de bobinado y papá es el que renuncia a todo eso que significaba que era su vida, para ir a trabajar a una oficina de esa Argentina donde dejaban de necesitarse talleres de bobinas? Más aun: ¿Por qué mamá renuncia a su vida y justo cuando la vida le dice a Gabriel que para algunas cosas desaparecen las respuestas y, primero el misterio y más tarde la tristeza, invadenlo todo?
El libro de Ramos me viene a decir, justo en este momento, y muy a mi pesar, que los orígenes y los finales se llevan tan para bienes que uno no puede entender nada de nada, sobre nada de nada, hasta que entiende el origen de la tristeza. Y el final definitivo de la infancia de la vida y la infancia de las cosas de la vida.
Saliendo de Retiro, caminando la Plaza San Martín, incapaz de pensar más nada que mi imagen impotente frente a un libro que como dije, no se dejaba cerrar; ni aún cuando caminando la Plaza San Martín un día jueves que en nada se reconocía distinto a la largura del miércoles a la noche. Pensé en que siempre pienso en mi infancia y pensé que nunca me doy cuenta. Pensé en los barrios de mi infancia, en cómo situar esos puntos que un día te suspenden para anoticiarte de que todo lo que era en ese mismo instante deja de ser; así: repentino, desafectivo y cruel. Pensé en la bronca, la que en algún rinconcito descansa para mandonear en la sombra de todo, cómoda e insoportablemente viva.
Si supiera uno cuándo mierda llegarán esos días que cambia todo lo que no podía cambiar. Lo que no podía porque no reconocía otra posibilidad que la que era. O porque no reconocía posibilidad. Que ganas de saber eso. Cuantas ganas tuve siempre. Que mierda que nunca lo supe. Que ganas de abrazarte querido Gavilán. Cuantas de decirte que no lo dudes: cuando seas grande las cosas van a estar mejor.